Cinco
dragones alzaron el vuelo a la vez.
Uno
de ellos, el mayor, salió en busca de su mayor enemigo: el sol.
El
más rápido, por su parte, un dragón del color del otoño, voló
hasta posarse sobre el árbol más alto del mundo.
Otro,
el más fuerte, un dragón grande y robusto, se sumergió en aguas
profundas e intentó llegar más allá de lo que ninguno de sus
hermanos o parientes había llegado jamás.
Pero
esta no es la historia de cómo el hermano mayor no consiguió vencer
al sol pero, sin embargo, conquistó el alma de la luna; o de cómo
el dragón más rápido contempló el primer otoño de un mundo nuevo desde la copa de su mejor amigo, aquel árbol; o de cómo el hermano
más fuerte de todas esas criaturas nunca se sumergió más allá de
la superficie del mar, porque temía perder de vista el reflejo de la estrella de la que estaba enamorado.
No.
Esta
historia, por el contrario, es mucho más simple.
Es
la historia de un dragón sin importancia, ni grande ni pequeño, ni
fuerte, ni rápido, ni particularmente hermoso, que alzó el vuelo
sin saber a dónde quería llegar.
- Como
yo – pensó Lira -, yo soy ese dragón.